lunes, 21 de mayo de 2012

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La figura tras la cortina continúa con su montaje certero, en un ritual teñido de una sangrante frialdad, la perfecta praxis. Una gota recorre su sien mientras él se estremece de placer y ambición. Un corte perfecto, una ligera erección. Las pestañas se han adherido correctamente.

Se seca el sudor de la cara con una toalla azul y piensa en destrozarle de nuevo la cara al fiambre para poder sentir otra vez la tensión. Sabe que le vigilan. El piloto de la cámara le convierte en uno más del mundo soñado por Orwell. Siente un retortijón mientras se quita la mascarilla y los guantes, abalanzándose después sobre la pila para eliminar el olor a formol.

Los días pares se pregunta por qué eligió este trabajo. Se miente a sí mismo, día sí, día no. En realidad siempre conoció la respuesta, el placer del artesano refugiándose en modelos inertes, la superioridad de saberse respirando frente a un cadáver.

La vida y la muerte, la muerte y la vida. Límites difusos, es consciente, y mientras mira la sonrisa entrecortada del muerto intenta volver a mentirse. Acaba convenciéndose de que es feliz porque está vivo. El cadáver sonríe con más fuerza. Solo él sabe que la felicidad se alcanza deshojando responsabilidades, despegándose del mundo.

El embalsamador suspira. Otro día de trabajo que acaba en el congelador. Vuelve a enjuagarse las manos para deshacerse de ese asqueroso olor a muerte. Su último aliento al cruzar la puerta de la funeraria huele más a tumba que a violetas, y afuera es de noche, pero incinera la pregunta antes incluso de formulársela. Porque sabe que cruzó hace tiempo la frontera entre ambos mundos.

Nadie le acompaña en el autobús nocturno, que recorre como un bólido avenidas halógenas que perdieron su hálito. En su apartamento de alquiler, té gélido y galletas danesas reblandecidas. Intuye que hoy dormirá tranquilo, porque los comienzos de mes siempre son días impares. Y mañana será un día más. O un día menos.