sábado, 29 de octubre de 2011

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Corría. No sabía muy bien por qué, pero lo hacía. Se había acostumbrado a huir, llegando incluso a olvidar qué detonó el inicio de su carrera. Los primeros copos de nieve del invierno le caían sobre el pelo. De repente, dejó de correr. Encontró aquellos ojos al otro lado del parque. Todo cobró sentido entonces. A su lado el mundo sería distinto, podía olerlo en el rocío. Se aferró entonces al último clavo de la caja, ese clavo que enterraría sus maratones sin destino. Dejaría atrás por fin todos esos días en los que galopaba errante dibujando círculos concéntricos.

Pero como los oasis en el desierto, la figura se desvaneció tras los arbustos. No recordaba cuanto tiempo había pasado desde que dejó de correr con ganas, y rezó para no resbalar con la escarcha de noviembre. Esta era la definitiva, pensó. Al llegar a los arbustos, no quedaba nada. Supuso que la figura se habría derretido con el sol incipiente. O que simplemente había corrido en dirección opuesta y se había esfumado entre el vaho.

Aprendió que las telenovelas que veía en las ventanas no siempre mienten. Entendió que quedaban muchos capítulos para que todo cobrara significado. No sería tan fácil encontrar el rumbo correcto. Siguió corriendo, de nuevo sin brújula, pero ahora confiaba en las casualidades. Su futuro dejaría de ser un rompecabezas cuando encontrara la calle correcta. La calle que le cambiaría la vida. Desgraciadamente, la lista de esquinas a sortear era todavía muy extensa.

La gata volvió una noche más a su tejado de zinc, para paladear de nuevo el frío del metal en los dientes. Entre raspas de pescado, salidas de humo y nidos ausentes de golondrinas, entonó su cantinela como si fuera un jueves cualquiera. Agazapada, pensó que todavía tenía seis vidas para seguir buscando.

martes, 25 de octubre de 2011

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Antonio solía sentirse bien. A tiempo parcial, porque a veces florecían dudas alrededor de su cama. Su abuela decía que nunca fue un niño de mucho comer, y que prefería un nieto delgado a uno gordo, claro. La infancia avanzó a trompicones, y el problema iba abriéndose camino. Antonio corría a diario hasta su casa después de clase. Jadeante, le pedía a su padre que pintara con lápiz sobre la puerta su altura de hoy. Con el paso de los años, creció. Más tarde de lo que él pensaba, pero creció. 

Tras el éxtasis de estar viviendo el estirón adolescente, se dio cuenta de que pesaba exactamente lo mismo que hace un año. Eso no podía ser bueno. Y no lo era. Desde entonces, cada vez que dejaba un mísero macarrón en un plato, le rodeaban los gritos. Empezó a ir al médico al menos una vez al mes. El médico le repetía constantemente a su madre que era un chico de constitución delgada, justo igual que ella. Pero nunca entró en razón. Tras convertir las venas de Antonio en un queso gruyère, llegaron los resultados. No eres alérgico al kiwi. Celíaco, no. No tienes intolerancia a la lactosa. Hemos descartado el escorbuto. No tienes la tenia. ¿Anemia? Que va. No señora, no se preocupe, cáncer de estómago tampoco.

Todas estas palabras cayeron en saco roto. La báscula siempre arrasa con todo, y volvió a refutar a la ciencia. Sociedad 1 – Medicina 0. Antonio se lo tomó todo con bastante paciencia, y paso a paso, llegó a la puerta del instituto. Llevaba años sin engordar. De repente, la gente empezó a saludarle con un: ¿estás muy delgado, no? Mantuvo siempre una mueca de comprensión, un conato de sonrisa. Pero ya estaba harto. Él también quería más comprensión y menos complexión. Al final, se dio por vencido y aceptó que, si no había chicha, había drama. Con el tiempo, pensó que había aprendido a ignorar todas esas banalidades. Era mentira. Un verano cualquiera, al ganar los primeros 200 gramos, volvió a recordar lo que era una sonrisa.

Carla, en cambio, nunca se sintió bien. Ya desde pequeña sufría al descubrir  la inquisitiva mirada de su madre tras la puerta cuando la abuela le ofrecía otro plato de paella. Esa mirada le sonaba. Era justo la que ponía el médico cuando intentaba explicarle a su padre por qué su niña se salía de los gráficos de crecimiento. No, definitivamente Carla no se sentía bien en absoluto. Pronto se quedó atrás en gimnasia, y empezó a llegar tarde a clase por no poder correr hasta la parada del autobús.

Pasó de Prenatal a Bershka sin pasar por Bass 10, y sus compañeros se dieron cuenta. Risas en días impares y colleja el primer lunes del mes. Así fue como Carla dejó de ser la niña jovial de las fotos del salón para convertirse en una mole inanimada que en los recreos se escondía en los baños. Creció y creció, y todo fue a peor. Intentó perder el hambre, pero no funcionó. Volvió a intentarlo. Tampoco funcionó, y el hambre empezó a ser sustituido por una creciente sed de venganza. Venganza contra ella misma.

Siguió creciendo, y descubrió que el universo la juzgaba exclusivamente por su imagen. Mamá y papá estaban preocupados. Después del verano empezaría el instituto. Carla fue consciente entonces de que debía recuperar su instinto de supervivencia. Nunca llegó a comprender por qué era ella la que debía cambiar, y no el mundo. Daba igual. Aquel julio empezó a vomitar. Y al perder los primeros 200 gramos, volvió a recordar lo que era una sonrisa.

jueves, 13 de octubre de 2011

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El otro día caminando por el metro descubrí, entre náuticos y manoletinas, a multitud de niños haciendo bíceps con estandartes del tamaño de la bandera de la plaza de Colón. No sé qué tipo de padres hacen madrugar a sus hijos para ver una sucesión de tanques y aviones. Por suerte, los míos nunca lo hicieron, preferían traer churros tempraneros cuando el ruido de los pájaros de hierro me devolvía a la vigilia en días sin clase. Cosas de vivir cerca de la Castellana.

Nunca entendí que alguien pudiera emocionarse con un trozo de tela, una cabra sargento o aviones que se tiran pedos de humo rojiguáldico. Que alguien llegara a disfrutar de un desfile cuya nula utilidad se acompaña de los clásicos falangistas que nunca faltan a la cita. Esos que acuden ataviados de Generalísimo, con más medallas que un campeonato de waterpolo, y cuyo único objetivo vital es abuchear al gobierno de turno mientras sufren erecciones con un hilo musical digno del cumpleaños de Primo de Rivera.

Disculpen, seguidores acérrimos de Don Francisco, España ya no es una, grande y libre. España son muchas, más grandes y, afortunadamente, más libres. Cuarenta y ocho millones de individuos con idiosincrasia propia, no colectividades agrupables en grupos estadísticos. Basta ya de celebrar la pertenencia a una raza, de rememorar un apartheid que debimos dejar atrás hace tiempo y que hace sentir extraños a miles de ciudadanos. No por nacer en Bucarest en lugar de en Talavera de la Reina, son habitantes menos legítimos que tú o que yo. España no es más que un simple trozo de tierra conquistada a base de plomo y sangre.

Que nadie se equivoque, esto no es la celebración de un mundial de fútbol, ni de un triunfo en Eurovisión. No es sentirse parte de un hecho que reúne al país en torno a la televisión. Es pura ostentación de poder militar. Muchos critican el fanatismo de los musulmanes más radicales y las surrealistas celebraciones del Gran Líder norcoreano, pero realmente no se diferencian tanto de lo que se vive año tras año en la Castellana. El soniquete constante en los informativos retrotrae a tiempos de NO-DO y cartilla de racionamiento.

Ojalá esto fuera como el Día de la Reina holandés. Desgraciadamente, aquí la gente no se viste de naranja y pasea borracha por la ciudad. En España el día patrio es el día de las familias cristianas, de los comandantes y del máximo de share de Intereconomía.  Basta ya de hombres con polo que se agarran la huevada por su país y mujeres que preparan bocadillos de tortilla mientras sus hijos levantan el brazo derecho en un peligroso juego de niños.

12 de octubre. Día de la Hispanidad. ¿Qué se celebra? ¿El día de la Guardia Civil? ¿El asesinato de los nativos americanos? ¿El santo de Pilar Rubio? Todo esto y nada a la vez. Dante decía en Martín Hache que la patria es una invención. Pura estadística. Líneas trazadas con rotulador sobre un mapa. Fronteras que aparecen y desaparecen a golpe de tippex y decretos.

A mí, desde que era pequeño, la única banderilla que me ha hecho disfrutar es la del aperitivo. Porque yo también creo que la patria es un simple invento. Y que el 12 de octubre no es más que un hospital.

martes, 11 de octubre de 2011

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Siempre quise hacer una oda a la masturbación. Solo por joder a todos los que dicen que follan más de lo que follan y se masturban menos de lo que se masturban. Tócate otra vez, Sam. Adelante, disfruta del onanismo, solo en tu imaginación serás realmente libre. Tienes un asunto importante entre manos, pero no te estreses, solo te quedarás ciego si apuntas mal. Además, recuerda que la batalla de diez contra uno está ganada de antemano. 

Huye del ayuno y especialmente de la abstinencia. Que nadie te coaccione, porque las pasiones son siempre la opción más racional. Estamos acostumbrados a que nos prohíban todos los placeres gratuitos, pero yo los escojo siempre, porque solo al excederte pagas el peaje. Por cierto, que quede claro, puedes (y debes) seguir con tu vida sexual, que ni señor pene ni señorita vagina te acusarán de adulterio.

Acabarás recordando con erótica nostalgia aquellos días en que sonreías al decirle a mamá que habías estado toda la noche jugando al solitario, porque no mentías. Esos días donde la mano temblorosa luchaba contra el elástico, camino del excitante cóctel de placer y culpabilidad que sobrevenía al acabar la jugada. Esta mano que aún hoy sigue empeñada en abrirse paso en momentos inoportunos y da lugar a innumerables homenajes frustrados.

Suma y sigue hasta que la lujuria deje el cepillo de dientes en tu casa. Continúa recorriendo tu piel para escoger lugares comunes. De nuevo estás de paso por los bajos, soñando con manos ajenas, o bocas, o lo que surja. Fóllate a ti mismo. Sigue dedicando las pajas a tus musas. Y los dedos a tus héroes. O vicioversa.