martes, 2 de julio de 2013

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Se van arrugando la piel y los deseos, y los recuerdos se convierten en uno más de los libros que nunca vuelven a la biblioteca de la que provienen. Todos los esquemas pierden lo que sus corchetes contienen, dejando por el camino todas las caras que fueron construyendo su vida. Viviendo en un eterno autobús, escudriñando facciones para encontrar conocidos con los que compartir asiento y un puñado de chascarrillos.

No recuerda el día en que dejó de recordar, pero sí el último día que recuerda, el día que cierra su vida. Ya nadie lleva hombreras, nadie recorre la avenida en Simca 1000 color ocre con la chapa descolorida por el sol y dos maletas de cuero ennegrecido sobre la baca. Hay muchos canales en la televisión y la radio ha dejado de ser entrañable. El ruido dificulta aún más la difícil tarea de hilar lo que ve con lo que acaba de ver hace unos instantes.

Los relojes se convierten en ruletas rusas que no dejan de girar, y cada vez que la aguja concluye de nuevo la circunferencia, siente que la bala está más cerca. Entra una vez más en su bucle.  Al menos los que le rodean saben que la felicidad intenta no transpirar, y que sonríe cuando prueba por primera vez, de nuevo, su plato favorito.

No tiene ni la más remota idea de lo que significa cognitivo, pero se toma cada mañana la ristra de pastillas bajo la atenta mirada de aquella señora de nariz aguileña y gafas con montura a la vista. Un desfile de confeti médico que agrieta su delicada tráquea. Tras la náusea, arquea los pies y  sueña con detener la fermentación que va pudriendo día tras día un nuevo resquicio de su memoria.

A veces decide perder la mirada para no perder la cabeza, porque sabe que cada día se queman unos cuantos detalles, postales de lugares, personas y bicicletas que se convierten en cenizas. Una enorme pira de sucesos e historias. Una montaña de escombros que arde hasta acabar con todo el bosque.  

Y acumulando cenizas se pregunta hasta qué momento puede seguir considerándose vivo, si todavía se levanta cada mañana con ilusión porque el hombre ha llegado a la Luna. ¿Y ahora resulta que ese tío se ha tirado desde la estratosfera? Cuando se acaban los años y las cenizas rellenan la urna, ¿qué queda?

Ni siquiera puede saberlo. Quizá cuando acabe el Franquismo la ciencia avance un poco más.

sábado, 25 de mayo de 2013

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Estoy harto de que perviertas mi alma absolutista, empeñada en acumular pedazos de mí en tu bolsillo, con esa pose de Cánovas que tienes cuando te levantas. Que me tienes harto del turnismo, joder, que a veces prefieres mis órganos y otras rebuscas en las basuras ajenas. Y yo no quiero más corruptelas en mi fuero interno, soy nacionalista de mis adentros y exijo la voz que no me das.

Que creyéndote demócrata acabas imponiendo tu régimen, mientras yo, en mi burbuja, sigo reconstruyendo mi constitución para no deshacerme. Pero tú implantas las legislaciones, y me reduces a susurros y decretos efímeros. Me tienes hasta los huevos, con tu populismo insulso, tus lloreras y tus bofetones. Tejiendo miradas repletas de demagogia para que los demás se adscriban al revuelo que tienes montado.  

Eres déspota, pero guapa. Yo, que siempre fui de amores fascistas, opresores, me descubro hoy plural. Porque tus leyes, aunque anquilosadas, me convierten. Y ya no quiero más fascismo, exijo democracia, un amor de cantón suizo. Porque todo acaba girando en torno a ti cuando estiras los tentáculos, y en las calles todo es tu recuerdo, y eso que desde la última vez que te vi, para mí solo eres propaganda. Y esto ya no puede ser, necesito nuevos amores, corazones ilustrados, besos regeneracionistas.

Desde tu trono, continúas con los trienios liberales cuando te aburres, pero cuando acudo a tu puerta, me sonríes ominosa, dispuesta a sustituirme por Cien Mil Hijos de Puta. Me agarro al republicanismo para negarte por última vez, pero tus mordiscos parisinos me lo impiden. Porque cuando estás débil, titubeante, me disparas de nuevo para tenerme una vez más a tu completo servicio.

Con este, son ya 98 los desastres que has gestado, y yo sigo con mi ímpetu imperialista. Perdí las colonias de tu cuello hace tiempo, pero me convenzo de que son recuperables, de que están impregnadas de mi esencia. Siempre me dijeron que la Historia hay que aprenderla, para nunca repetir los errores. Pero contigo no funciona.

La Pepa, la zorra más grande que jamás conocí.

domingo, 5 de mayo de 2013

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Para salir de una estación de tren puedes elegir entre las escaleras de la derecha y las de la izquierda. Llevan al mismo sitio, pero siempre está bien poder decidir por qué camino llegar a la salida. De hecho, a veces paramos tras los tornos para tomar una concienzuda decisión o, después de unos días descendiendo por la derecha, nos rebelamos contra nosotros mismos y bajamos con ansia por la izquierda.

La política española funciona tradicionalmente de la misma manera. Los hay maniáticos, de ideas fijas, infectados por la neurosis, de senda inamovible, de fichar en la urna. Otros bajan de manera alternativa por unas o por otras, o escogen aleatoriamente, de manera visceral,  tirando un par de dados al aire.

El problema es que algunos viajeros se dieron cuenta de que ambas escaleras llevaban al mismo destino. Y se encontraron atrapados en el andén, porque no querían bajar ni por una ni por otra. Los trenes seguían pasando, y la mayoría continuaba escogiendo un tramo de escaleras para continuar su caminata. Sin embargo, el goteo de insumisos se fue acumulando junto a la vía, negándose reiteradamente a elegir entre dos caminos aparentemente divergentes pero que comparten el último escalón.

Una muchedumbre grita a los que permanecen en el andén que una de las escaleras está más cuidada que la otra, que está adaptada para minusválidos, que tiene una papelera a mitad de tramo. Otro grupo contesta, enfurecido, que su escalera conserva impecables las trazas del granito, que ningún escalón está roto, que el tramo que custodian está construido por Calatrava. El primer grupo vocifera que todo eso es una sarta de mentiras, que nada de lo que Calatrava construye con nuestro dinero consigue mantenerse en pie. Los rivales contestan que construir  dos tramos de escalera ha sido, sin ningún ápice de duda, un nuevo despilfarro.

Los rebeldes escuchan pero ni se molestan en contestar, y siguen resistiendo bajo las lámparas de tungsteno. Empiezan a preguntarse por qué permanecen allí, por qué continúan quietos. Algunos se solidarizan con su causa, y desde el otro andén, el que no obliga a elegir entre dos tramos de escaleras, reparten vítores y aplausos. De repente, un chaval sentado en el suelo que había permanecido en silencio hasta entonces, decide levantarse y recordar a sus compañeros que están legitimados para construir nuevas escaleras sin limitarse a elegir entre un puñado de sendas establecidas.

Algunas plañideras del idealismo lloran de emoción, muchos sonríen con complicidad mientras escriben un tweet y otros deciden cruzar las vías de manera apresurada y son arrollados. Tras el obligado luto que acompaña siempre a los que pecan de irreflexivos, los que permanecen vivos deciden tirar todas sus pertenencias a las vías para construir un dique que les permita pasar al otro lado. Trabajaron juntos con un horizonte tan firme y definido que la cohesión permaneció incorrupta, presa del potente adhesivo que supone la unión ciudadana.

Era su estación, eran sus vías y eran sus escaleras. Nadie tiene derecho a poner placas en un tramo de escalera, nadie puede apoderarse ni de una papelera ni de un mísero fluorescente. Las medallas que otros portaban con orgullo eran también suyas. Comprobaron el recurrido tópico de que la unión hace la fuerza, y cruzaron las vías con decisión hacia la salida, demostrando que nunca debemos pensar que construir otro camino está fuera de nuestras competencias como súbditos. Si no se hubieran unido, habrían sido incapaces de construir un nuevo puente. El disidente podría haber sido detenido e incluso encerrado.

Pero no se puede encerrar a una masa que exige una nueva ruta, un acceso que no beba de errores estructurales del pasado. Una multitud que reivindica una escalera que por fin ascienda, para dejar atrás las anteriores, aquellas que descienden frenéticamente para convencernos de que está justificado que vivamos en un infierno eterno.

martes, 26 de marzo de 2013

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De pequeño soñaba con trabajar en una papelería. Viviendo entre montañas de bolis clasificados por colores, ordenando ese estante repleto de telarañas que guarda las peores novedades del mercado del libro de bolsillo. Si algo recuerdo de aquellos años es a mi madre repitiendo un ritual que me hacía feliz cada septiembre. El verano daba los últimos coletazos de sol y sequedad, y yo subía los escasos metros que separan mi casa de la papelería más famosa del barrio con un dineral en la mano. Cogía fuerte mis 20 eurazos, entraba en la tienda y saludaba a Sonia con una sonrisa triunfal.

Elegir un estuche era tarea sencilla, pero escoger el material que me acompañaría todo el año me traía muchos quebraderos de cabeza. El orden no es una de mis virtudes y soy profundamente vago, pero con las cosas del colegio era otro rollo. Le echaba la bronca día sí y día también a la subnormal de Paula por pintar sus sueños en mis impolutos libros de Conocimiento del Medio y odiaba dejar lápices a todos esos que los mordían hasta desfigurarlos.

Cada año elegía el tipo de bolígrafo que rellenaría mis cuadernos, siempre el mismo, siempre durante todo el año. Nunca cambiar, ideas fijas, ese chispazo de orden que necesitaba en mi vida. Ponerle la tapa al subrayador tras usarlo, y preocuparme por tener minas en la recámara del estuche, como un yonki del grafito.

Los cursos pasaron y me vi en el Bachillerato, con los huevos peludos y un puto estuche marrón de Eastpack que me había costado diez pavos. Un atentado de tippex hizo que el anterior tuviese que jubilarse. Me iba haciendo mayor, pero seguía aferrándome a mi estuche, a los Stabilo Boss de color naranja, tapa negra y punta ultrafina. Continuaba huyendo de las gomas Milán y los BIC, riéndome de aquellos que podían tomar apuntes con lápices del IKEA.

Seguía cagándome en mis amigos, porque durante largas noches de estudio, Elena y Apraez disfrutaban prostituyendo mis exquisitos apuntes con enormes hojas de marihuana y chorradas psicodélicas. Un cóctel de citas célebres poblaba los márgenes de los libros que aún conservaban a finales de curso. A Selectividad también me acompañaron, ellos y mi estuche.

Creía que me había hecho mayor, pero cuando llegué a la Universidad, me volví a plantar con los jodidos 20 euros en la puerta de la papelería. El primer año solo me compré un clasificador negro, un par de cuadernos y cinco bolígrafos negros. Reciclé portaminas, goma de borrar, lápiz supletorio, minas, subrayadores e incluso un sacapuntas plateado que murió virgen, porque nunca llegué a usar aquel lápiz supletorio.

En segundo de carrera me volví a comprar el mismo clasificador negro, los mismos cuadernos y un par de bolígrafos negros. Mi estuche marrón de Eastpack seguía aguantando todas las tempestades, pero se fue vaciando poco a poco según pasaba el curso. Eso sí, aún conservaba sus pilares, esa goma de Maped que me duró la tira de años, o el sacapuntas plateado, que seguía virgen pero tenía una china pegada.

De repente, lo único que configuraba mi espíritu de estudiante, ese que palidecía cuando había que madrugar demasiado o copiar apuntes durante horas, desapareció. Cuando fui a empezar mi tercer año en la universidad, el estuche marrón había desaparecido. De hecho, sigo sin encontrarlo. Y lo que es peor, llevo todo el curso con un subrayador amarillo desgastado, un BIC negro sin tapa y un bolígrafo de un restaurante segoviano.

Hace meses que no voy a la papelería, porque he dejado de copiar apuntes, de pasarlos a limpio, de subrayar el grueso del texto en amarillo, las claves en naranja y los autores en rosa. Quizá porque he dejado de ser ese niño organizado e ingenuo, o porque he perdido el interés por copiar como un autómata cosas que no me interesan.

Ya no quiero trabajar en una papelería, y ahora no sé a qué quiero dedicarme. Me gustaría seguir siendo un niño, con su estuche y su clasificador dividido por asignaturas, pero ahora en mi mochila hay poco más que fotocopias arrugadas, botellas de agua vacías y hebras de tabaco. Al final me he quedado sin pasado y sin futuro, viviendo de bolígrafos prestados y apuntes ajenos. Lo de estudiar ha empezado a perder su gracia, pero tampoco aparece ninguna opción alternativa en el horizonte.

Cada día soy un poco menos niño, pero también un poco menos adulto. Hoy no tengo ni orden vital ni perspectivas de futuro. He estado agarrándome a mi estuche sin pensar en lo que vendría después, y me aterroriza pensar qué haré dentro de unos años, con un título de papel cebolla y sin esa rutina universitaria, cómoda y asequible, que te organiza ligeramente la vida aunque no te dejes.

Veintiún años. Sin futuro y sin estuche. Creo que la austeridad y el pesimismo están calando hondo en mi cerebro.