sábado, 25 de mayo de 2013

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Estoy harto de que perviertas mi alma absolutista, empeñada en acumular pedazos de mí en tu bolsillo, con esa pose de Cánovas que tienes cuando te levantas. Que me tienes harto del turnismo, joder, que a veces prefieres mis órganos y otras rebuscas en las basuras ajenas. Y yo no quiero más corruptelas en mi fuero interno, soy nacionalista de mis adentros y exijo la voz que no me das.

Que creyéndote demócrata acabas imponiendo tu régimen, mientras yo, en mi burbuja, sigo reconstruyendo mi constitución para no deshacerme. Pero tú implantas las legislaciones, y me reduces a susurros y decretos efímeros. Me tienes hasta los huevos, con tu populismo insulso, tus lloreras y tus bofetones. Tejiendo miradas repletas de demagogia para que los demás se adscriban al revuelo que tienes montado.  

Eres déspota, pero guapa. Yo, que siempre fui de amores fascistas, opresores, me descubro hoy plural. Porque tus leyes, aunque anquilosadas, me convierten. Y ya no quiero más fascismo, exijo democracia, un amor de cantón suizo. Porque todo acaba girando en torno a ti cuando estiras los tentáculos, y en las calles todo es tu recuerdo, y eso que desde la última vez que te vi, para mí solo eres propaganda. Y esto ya no puede ser, necesito nuevos amores, corazones ilustrados, besos regeneracionistas.

Desde tu trono, continúas con los trienios liberales cuando te aburres, pero cuando acudo a tu puerta, me sonríes ominosa, dispuesta a sustituirme por Cien Mil Hijos de Puta. Me agarro al republicanismo para negarte por última vez, pero tus mordiscos parisinos me lo impiden. Porque cuando estás débil, titubeante, me disparas de nuevo para tenerme una vez más a tu completo servicio.

Con este, son ya 98 los desastres que has gestado, y yo sigo con mi ímpetu imperialista. Perdí las colonias de tu cuello hace tiempo, pero me convenzo de que son recuperables, de que están impregnadas de mi esencia. Siempre me dijeron que la Historia hay que aprenderla, para nunca repetir los errores. Pero contigo no funciona.

La Pepa, la zorra más grande que jamás conocí.

domingo, 5 de mayo de 2013

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Para salir de una estación de tren puedes elegir entre las escaleras de la derecha y las de la izquierda. Llevan al mismo sitio, pero siempre está bien poder decidir por qué camino llegar a la salida. De hecho, a veces paramos tras los tornos para tomar una concienzuda decisión o, después de unos días descendiendo por la derecha, nos rebelamos contra nosotros mismos y bajamos con ansia por la izquierda.

La política española funciona tradicionalmente de la misma manera. Los hay maniáticos, de ideas fijas, infectados por la neurosis, de senda inamovible, de fichar en la urna. Otros bajan de manera alternativa por unas o por otras, o escogen aleatoriamente, de manera visceral,  tirando un par de dados al aire.

El problema es que algunos viajeros se dieron cuenta de que ambas escaleras llevaban al mismo destino. Y se encontraron atrapados en el andén, porque no querían bajar ni por una ni por otra. Los trenes seguían pasando, y la mayoría continuaba escogiendo un tramo de escaleras para continuar su caminata. Sin embargo, el goteo de insumisos se fue acumulando junto a la vía, negándose reiteradamente a elegir entre dos caminos aparentemente divergentes pero que comparten el último escalón.

Una muchedumbre grita a los que permanecen en el andén que una de las escaleras está más cuidada que la otra, que está adaptada para minusválidos, que tiene una papelera a mitad de tramo. Otro grupo contesta, enfurecido, que su escalera conserva impecables las trazas del granito, que ningún escalón está roto, que el tramo que custodian está construido por Calatrava. El primer grupo vocifera que todo eso es una sarta de mentiras, que nada de lo que Calatrava construye con nuestro dinero consigue mantenerse en pie. Los rivales contestan que construir  dos tramos de escalera ha sido, sin ningún ápice de duda, un nuevo despilfarro.

Los rebeldes escuchan pero ni se molestan en contestar, y siguen resistiendo bajo las lámparas de tungsteno. Empiezan a preguntarse por qué permanecen allí, por qué continúan quietos. Algunos se solidarizan con su causa, y desde el otro andén, el que no obliga a elegir entre dos tramos de escaleras, reparten vítores y aplausos. De repente, un chaval sentado en el suelo que había permanecido en silencio hasta entonces, decide levantarse y recordar a sus compañeros que están legitimados para construir nuevas escaleras sin limitarse a elegir entre un puñado de sendas establecidas.

Algunas plañideras del idealismo lloran de emoción, muchos sonríen con complicidad mientras escriben un tweet y otros deciden cruzar las vías de manera apresurada y son arrollados. Tras el obligado luto que acompaña siempre a los que pecan de irreflexivos, los que permanecen vivos deciden tirar todas sus pertenencias a las vías para construir un dique que les permita pasar al otro lado. Trabajaron juntos con un horizonte tan firme y definido que la cohesión permaneció incorrupta, presa del potente adhesivo que supone la unión ciudadana.

Era su estación, eran sus vías y eran sus escaleras. Nadie tiene derecho a poner placas en un tramo de escalera, nadie puede apoderarse ni de una papelera ni de un mísero fluorescente. Las medallas que otros portaban con orgullo eran también suyas. Comprobaron el recurrido tópico de que la unión hace la fuerza, y cruzaron las vías con decisión hacia la salida, demostrando que nunca debemos pensar que construir otro camino está fuera de nuestras competencias como súbditos. Si no se hubieran unido, habrían sido incapaces de construir un nuevo puente. El disidente podría haber sido detenido e incluso encerrado.

Pero no se puede encerrar a una masa que exige una nueva ruta, un acceso que no beba de errores estructurales del pasado. Una multitud que reivindica una escalera que por fin ascienda, para dejar atrás las anteriores, aquellas que descienden frenéticamente para convencernos de que está justificado que vivamos en un infierno eterno.