jueves, 10 de noviembre de 2011

/55/


Era una noche cualquiera. El último tren acababa de bordear el otoño. Y realmente también era una tía cualquiera, de esas que presumen de haber acabado una diplomatura y lo critican todo con un sarcasmo endeble. Nos conocimos porque pasaba recogiendo periódicos gratuitos para entretenerse hasta su casa. Su mirada y la mía se cruzaron. Me preguntó que tal sonaba Sinatra en mi mp3. Le contesté dándole un casco, y de ahí al polvo solo nos separaban tres paradas. 

Ella me contaba sus penurias. Se lamentaba porque le habían reducido su exiguo sueldo y porque habían cerrado la tintorería de debajo de casa. Estaba aburriéndome por momentos, ahora con las historias sobre su último ex, uno de esos casos paradigmáticos de amor-odio. Cuando pronunció literalmente la frase ‘es que me trae por la calle de la amargura’ me dieron ganas de cambiarme de asiento, pero ya estaba empalmado.

En cuanto bajamos del cercanías, las palabras empezaron a sobrar. No teníamos nada en común, y sabíamos a lo que íbamos, así que nuestros cuerpos empezaron a comportarse como autómatas en celo. Nada más cruzar el portal, sus pezones cobraron vida bajo el jersey de punto. Echamos el primero en el ascensor. De ahí al éxtasis solo nos separaban las sábanas y dos o tres mordiscos. Los polvos se sucedían uno tras otro, hasta que dominamos nuestra geografía y caímos en la repetición. Ya éramos conocidos íntimos. No eran caricias ajenas, yo lo notaba. Entonces, decidí parar. Ella seguía queriendo codearse con los dioses, pero yo necesitaba una pausa.

Pedimos una pizza y nos sentamos en el sofá a ver la tele. Compartimos manta. Criticaba la comida rápida mientras la mozzarella supuraba sobre sus labios. Hice zapping, pero ninguna de las opciones parecía satisfacerle. Ya está bien, furcia. Me obligas a echar el último para poder mandarte de vuelta a tu casa. Que sopor de tía.

Nos dimos unos cuantos besos de orégano y di por terminada la función. Cómo me gustan las familias de usar y tirar. Fui a buscar su abrigo y le di el muerdo de despedida. Le dediqué mi mejor sonrisa mientras le pedía que cerrara bien la puerta al salir. En realidad, dormir sin ella me daba miedo. Qué pena que no me haya dejado su teléfono, una noche más a solas con el edredón. Ahora entiendo cómo se sentía Bridget Jones. Pero no queda helado en el congelador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario