Admiro a la gente que tiene más capacidad que yo para
despegarse. Para desprenderse, para perder adherencia, para olvidar, para
borrar. A esos que son capaces de incorporar nuevas fotos al álbum sin pararse a
pensar que ninguna cara de la página final coincide con las de la primera.
Aplaudo a los que tapan unas historias con otras hasta reducir la vida a la
foto que nos sonríe desde el marco del salón.
En parte me gusta ser capaz de palpar mi vida a tientas, ponerme
a recordar cosas de antaño, caras de antaño, historias de antaño. Qué palabra
más horrible, por cierto. Me gusta recubrir de engrudo a la gente para no dejar
nunca de recordar. Recordar significa volver a visitar lugares del pasado, y disfruto
revisitándolos como si fueran hoy, como si siguieran todavía pegados a mí. Como
si nunca hubieran dejado de estarlo. Y me pregunto qué siente la gente que
disfruta arrancando postales de la pared, quemando cartas de infancia en la
vitrocerámica, borrando cintas de vídeo de fin de curso.
A veces pienso que me gustaría ser capaz de convertir el
pasado en archivadores que cogerán polvo en armarios inertes, pero luego me doy
cuenta que nadie es nada sin su pasado, porque es el pasado quién te revela tus
errores, tus decisiones, tus miedos y en definitiva, todo.
Siempre he preferido los fines a los principios, porque su
éxito depende de mí. Al fin y al cabo, los principios solo sirven para
decepcionarse y decepcionar al resto. Podemos vivir eternamente en un presente
que renovamos cada madrugada, pero relegando los recuerdos al desguace, nos privamos
de reciclar, y la vida es eso, reciclarse constantemente, sacarnos todo el jugo
antes de acabar bajo tierra.
Quiero seguir pegando recortes en un collage que algún día,
orgulloso, seré capaz de colgar. Y que sea tan grande que ocupe todas las
paredes, que cada foto de carnet sea una historia y cada servilleta una cena
que acabó bajo la mesa. Un collage que sea epitafio, resumen. Aquí yace mi
vida, y el trozo de mí que cada uno de los retratados se llevó en su momento.
La tumba, lo único que nos iguala a todos. Donde no existe pasado, presente o futuro, ni siquiera recortes. Solo humedad y silencio. Lo único
que verdaderamente nos despega, aunque no queramos. Hasta entonces prefiero
adherirme fuerte.
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