viernes, 30 de noviembre de 2012

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Admiro a la gente que tiene más capacidad que yo para despegarse. Para desprenderse, para perder adherencia, para olvidar, para borrar. A esos que son capaces de incorporar nuevas fotos al álbum sin pararse a pensar que ninguna cara de la página final coincide con las de la primera. Aplaudo a los que tapan unas historias con otras hasta reducir la vida a la foto que nos sonríe desde el marco del salón.

En parte me gusta ser capaz de palpar mi vida a tientas, ponerme a recordar cosas de antaño, caras de antaño, historias de antaño. Qué palabra más horrible, por cierto. Me gusta recubrir de engrudo a la gente para no dejar nunca de recordar. Recordar significa volver a visitar lugares del pasado, y disfruto revisitándolos como si fueran hoy, como si siguieran todavía pegados a mí. Como si nunca hubieran dejado de estarlo. Y me pregunto qué siente la gente que disfruta arrancando postales de la pared, quemando cartas de infancia en la vitrocerámica, borrando cintas de vídeo de fin de curso.

A veces pienso que me gustaría ser capaz de convertir el pasado en archivadores que cogerán polvo en armarios inertes, pero luego me doy cuenta que nadie es nada sin su pasado, porque es el pasado quién te revela tus errores, tus decisiones, tus miedos y en definitiva, todo.

Siempre he preferido los fines a los principios, porque su éxito depende de mí. Al fin y al cabo, los principios solo sirven para decepcionarse y decepcionar al resto. Podemos vivir eternamente en un presente que renovamos cada madrugada, pero relegando los recuerdos al desguace, nos privamos de reciclar, y la vida es eso, reciclarse constantemente, sacarnos todo el jugo antes de acabar bajo tierra.

Quiero seguir pegando recortes en un collage que algún día, orgulloso, seré capaz de colgar. Y que sea tan grande que ocupe todas las paredes, que cada foto de carnet sea una historia y cada servilleta una cena que acabó bajo la mesa. Un collage que sea epitafio, resumen. Aquí yace mi vida, y el trozo de mí que cada uno de los retratados se llevó en su momento.

La tumba, lo único que nos iguala a todos. Donde no existe pasado, presente o futuro, ni siquiera recortes. Solo humedad y silencio. Lo único que verdaderamente nos despega, aunque no queramos. Hasta entonces prefiero adherirme fuerte. 

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