Cuando llegar tarde a clase no va a suponer ningún reproche,
o al menos poco más que una leve reprimenda, me gusta tomarme el viaje a la Universidad
con calma. Disfruto especialmente del trayecto que separa el metro del
cercanías. Mastico cada paso, lentamente, mientras el resto de viajeros caminan
por rutas divergentes, rutas que suelen confluir en choques que se disuelven
con la rapidez con la que se producen, y a veces dejan el rastro de disculpas
que no llegaron a tiempo para ser escuchadas.
Subo todas las escaleras con la parsimonia que me
caracteriza, intentando adivinar qué tren anunciaran por megafonía, y esperando
que no sea el mío. Cuando la locución acaba, siempre hay algunos que deciden
intentar romper los récords de Usain Bolt en ese minuto de margen. Un instante
que huele a sudor incipiente, pero también a victoria, si consigues llegar
antes de que las puertas se cierren.
Yo soy más de caminar pensando donde irá toda esa gente,
preguntándome si sus motivos para correr siguen intactos, o simplemente se
mueven empujados por su sombra. Me encanta descubrir qué nueva guarrada
envasada esconden las máquinas expendedoras y escudriñar qué libros se han
diluido tanto como para costar 3 euros en el andén de una estación. Al final,
me sorprendo cuando incluso escuchando esa locución que genera sprints
repentinos, consigo coger el tren que me hace llegar un poco menos tarde.
Y entonces es cuando empiezo a despertarme, cuando las ideas
comienzan a yuxtaponerse, convirtiéndose mi mente en una especie de mapa
ferroviario. Hubiera preferido que la inspiración me secuestrara debajo de un
cedro en el Retiro, pero en fin, supongo que atravesar los barrios más grises
escuchando las elegías de los que nunca tuvieron la suerte de su lado, esos que
están atrapados entre la metrópolis y el extrarradio y sobreviven con lo que
recaudan cada mañana, también tiene su punto. Seguro que la generación beat
hubiera cambiado los resquicios más oscuros de Nueva York por la línea C-4 de
Cercanías.
Quién sabe si algún día caeré en ese agujero negro o, por lo
contrario, seré capaz de abrirme paso hasta Atocha, cruzar Sol a bandazos,
llegar a la cumbre en Nuevos Ministerios y finalmente huir desde Chamartín.
Quién sabe.
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