lunes, 8 de octubre de 2012

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Cuando llegar tarde a clase no va a suponer ningún reproche, o al menos poco más que una leve reprimenda, me gusta tomarme el viaje a la Universidad con calma. Disfruto especialmente del trayecto que separa el metro del cercanías. Mastico cada paso, lentamente, mientras el resto de viajeros caminan por rutas divergentes, rutas que suelen confluir en choques que se disuelven con la rapidez con la que se producen, y a veces dejan el rastro de disculpas que no llegaron a tiempo para ser escuchadas.

Subo todas las escaleras con la parsimonia que me caracteriza, intentando adivinar qué tren anunciaran por megafonía, y esperando que no sea el mío. Cuando la locución acaba, siempre hay algunos que deciden intentar romper los récords de Usain Bolt en ese minuto de margen. Un instante que huele a sudor incipiente, pero también a victoria, si consigues llegar antes de que las puertas se cierren.

Yo soy más de caminar pensando donde irá toda esa gente, preguntándome si sus motivos para correr siguen intactos, o simplemente se mueven empujados por su sombra. Me encanta descubrir qué nueva guarrada envasada esconden las máquinas expendedoras y escudriñar qué libros se han diluido tanto como para costar 3 euros en el andén de una estación. Al final, me sorprendo cuando incluso escuchando esa locución que genera sprints repentinos, consigo coger el tren que me hace llegar un poco menos tarde.

Y entonces es cuando empiezo a despertarme, cuando las ideas comienzan a yuxtaponerse, convirtiéndose mi mente en una especie de mapa ferroviario. Hubiera preferido que la inspiración me secuestrara debajo de un cedro en el Retiro, pero en fin, supongo que atravesar los barrios más grises escuchando las elegías de los que nunca tuvieron la suerte de su lado, esos que están atrapados entre la metrópolis y el extrarradio y sobreviven con lo que recaudan cada mañana, también tiene su punto. Seguro que la generación beat hubiera cambiado los resquicios más oscuros de Nueva York por la línea C-4 de Cercanías.

Quién sabe si algún día caeré en ese agujero negro o, por lo contrario, seré capaz de abrirme paso hasta Atocha, cruzar Sol a bandazos, llegar a la cumbre en Nuevos Ministerios y finalmente huir desde Chamartín. Quién sabe.

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