martes, 25 de octubre de 2011

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Antonio solía sentirse bien. A tiempo parcial, porque a veces florecían dudas alrededor de su cama. Su abuela decía que nunca fue un niño de mucho comer, y que prefería un nieto delgado a uno gordo, claro. La infancia avanzó a trompicones, y el problema iba abriéndose camino. Antonio corría a diario hasta su casa después de clase. Jadeante, le pedía a su padre que pintara con lápiz sobre la puerta su altura de hoy. Con el paso de los años, creció. Más tarde de lo que él pensaba, pero creció. 

Tras el éxtasis de estar viviendo el estirón adolescente, se dio cuenta de que pesaba exactamente lo mismo que hace un año. Eso no podía ser bueno. Y no lo era. Desde entonces, cada vez que dejaba un mísero macarrón en un plato, le rodeaban los gritos. Empezó a ir al médico al menos una vez al mes. El médico le repetía constantemente a su madre que era un chico de constitución delgada, justo igual que ella. Pero nunca entró en razón. Tras convertir las venas de Antonio en un queso gruyère, llegaron los resultados. No eres alérgico al kiwi. Celíaco, no. No tienes intolerancia a la lactosa. Hemos descartado el escorbuto. No tienes la tenia. ¿Anemia? Que va. No señora, no se preocupe, cáncer de estómago tampoco.

Todas estas palabras cayeron en saco roto. La báscula siempre arrasa con todo, y volvió a refutar a la ciencia. Sociedad 1 – Medicina 0. Antonio se lo tomó todo con bastante paciencia, y paso a paso, llegó a la puerta del instituto. Llevaba años sin engordar. De repente, la gente empezó a saludarle con un: ¿estás muy delgado, no? Mantuvo siempre una mueca de comprensión, un conato de sonrisa. Pero ya estaba harto. Él también quería más comprensión y menos complexión. Al final, se dio por vencido y aceptó que, si no había chicha, había drama. Con el tiempo, pensó que había aprendido a ignorar todas esas banalidades. Era mentira. Un verano cualquiera, al ganar los primeros 200 gramos, volvió a recordar lo que era una sonrisa.

Carla, en cambio, nunca se sintió bien. Ya desde pequeña sufría al descubrir  la inquisitiva mirada de su madre tras la puerta cuando la abuela le ofrecía otro plato de paella. Esa mirada le sonaba. Era justo la que ponía el médico cuando intentaba explicarle a su padre por qué su niña se salía de los gráficos de crecimiento. No, definitivamente Carla no se sentía bien en absoluto. Pronto se quedó atrás en gimnasia, y empezó a llegar tarde a clase por no poder correr hasta la parada del autobús.

Pasó de Prenatal a Bershka sin pasar por Bass 10, y sus compañeros se dieron cuenta. Risas en días impares y colleja el primer lunes del mes. Así fue como Carla dejó de ser la niña jovial de las fotos del salón para convertirse en una mole inanimada que en los recreos se escondía en los baños. Creció y creció, y todo fue a peor. Intentó perder el hambre, pero no funcionó. Volvió a intentarlo. Tampoco funcionó, y el hambre empezó a ser sustituido por una creciente sed de venganza. Venganza contra ella misma.

Siguió creciendo, y descubrió que el universo la juzgaba exclusivamente por su imagen. Mamá y papá estaban preocupados. Después del verano empezaría el instituto. Carla fue consciente entonces de que debía recuperar su instinto de supervivencia. Nunca llegó a comprender por qué era ella la que debía cambiar, y no el mundo. Daba igual. Aquel julio empezó a vomitar. Y al perder los primeros 200 gramos, volvió a recordar lo que era una sonrisa.

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