sábado, 29 de octubre de 2011

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Corría. No sabía muy bien por qué, pero lo hacía. Se había acostumbrado a huir, llegando incluso a olvidar qué detonó el inicio de su carrera. Los primeros copos de nieve del invierno le caían sobre el pelo. De repente, dejó de correr. Encontró aquellos ojos al otro lado del parque. Todo cobró sentido entonces. A su lado el mundo sería distinto, podía olerlo en el rocío. Se aferró entonces al último clavo de la caja, ese clavo que enterraría sus maratones sin destino. Dejaría atrás por fin todos esos días en los que galopaba errante dibujando círculos concéntricos.

Pero como los oasis en el desierto, la figura se desvaneció tras los arbustos. No recordaba cuanto tiempo había pasado desde que dejó de correr con ganas, y rezó para no resbalar con la escarcha de noviembre. Esta era la definitiva, pensó. Al llegar a los arbustos, no quedaba nada. Supuso que la figura se habría derretido con el sol incipiente. O que simplemente había corrido en dirección opuesta y se había esfumado entre el vaho.

Aprendió que las telenovelas que veía en las ventanas no siempre mienten. Entendió que quedaban muchos capítulos para que todo cobrara significado. No sería tan fácil encontrar el rumbo correcto. Siguió corriendo, de nuevo sin brújula, pero ahora confiaba en las casualidades. Su futuro dejaría de ser un rompecabezas cuando encontrara la calle correcta. La calle que le cambiaría la vida. Desgraciadamente, la lista de esquinas a sortear era todavía muy extensa.

La gata volvió una noche más a su tejado de zinc, para paladear de nuevo el frío del metal en los dientes. Entre raspas de pescado, salidas de humo y nidos ausentes de golondrinas, entonó su cantinela como si fuera un jueves cualquiera. Agazapada, pensó que todavía tenía seis vidas para seguir buscando.

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