domingo, 25 de diciembre de 2011

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Vivíamos una revolución sexual. Los lametones se contaban por miles, y sacábamos los besos del armario para repartirlos como caramelos de cabalgata. Los sujetadores volaban por los aires y los calzoncillos se esfumaban en los tiempos muertos. Supurábamos felicidad porque nos sentíamos realmente vivos. Caminábamos juntos, y a veces nuestras manos robaban caricias en oscuros portales. Los muelles de las camas se oxidaban, los colchones explotaban de pasión. Reíamos a carcajadas mientras las plumas se quedaban pegadas a nuestros cuerpos sudorosos.

Todo eran motivos para sonreír, pero de repente la palabra ética hizo su aparición y se encargó de barrer los últimos restos de confeti. Ética no venía sola, se aproximaba cortejada por un largo séquito de soldados: moral, deontología, normas, decencia, límites… 

El nuevo ejército construyó un fortín en nuestros frágiles cimientos. Con su discurso sofista nos engañaron, y decidieron prohibir todo lo que nos gustaba con nuestra aprobación indirecta. Poco a poco fueron conquistando nuevos territorios hasta dominar completamente el globo. 

Cásate, hipotécate, no te drogues, estudia duro. Cría dinero, sacude las injusticias, obcécate siempre en vivir con rectitud. Tienes que estudiar Derecho, vuelve antes de las tres, cómete las acelgas. No compartas cama, no busques en la basura, mutila tus sueños. Reza antes de dormir, no te toques y, por supuesto, no pienses.

Las sonrisas se fueron diluyendo en vertidos de moralina. Solo podían seguir riendo los que continuaban sumidos en una barra libre de orgías y psicotrópicos, los que nos miraban desde su trono construido de billetes mohosos. El resto, ignorábamos sus hipócritas devaneos mientras caminábamos inánimes por el camino marcado. Aun así, incluso los más idealistas acabábamos soñando con la ansiada tarjeta de crédito que nos haría libres.  

Comenzamos a echar el pestillo para conocernos, y el frío hizo que nos coláramos en hoteles para revolcarnos en moqueta esterilizada. Asentimos en misa, aunque luego rellenamos orificios en los baños de cualquier antro. Las mujeres esconden consoladores y amantes efímeros bajo el fregadero, mientras sus maridos acuden a parques después del trabajo para saciar sus instintos prohibidos.

Nunca dejamos de ser conscientes de nuestro origen animal, y del vicio, y del morbo, y de los besos que en realidad son mordiscos, y de los mordiscos que en realidad son besos. Pero todo lo escondimos bajo el peor de los cilicios: la conciencia. Una conciencia que no recordamos quien impuso, aunque confiamos ciegamente en su criterio para discernir entre lo que era válido y lo que no. Ahora defendemos su impronta a capa y espada, pero ella sorbió hace mucho nuestras últimas gotas de vida. 

RIP.

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