martes, 26 de marzo de 2013

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De pequeño soñaba con trabajar en una papelería. Viviendo entre montañas de bolis clasificados por colores, ordenando ese estante repleto de telarañas que guarda las peores novedades del mercado del libro de bolsillo. Si algo recuerdo de aquellos años es a mi madre repitiendo un ritual que me hacía feliz cada septiembre. El verano daba los últimos coletazos de sol y sequedad, y yo subía los escasos metros que separan mi casa de la papelería más famosa del barrio con un dineral en la mano. Cogía fuerte mis 20 eurazos, entraba en la tienda y saludaba a Sonia con una sonrisa triunfal.

Elegir un estuche era tarea sencilla, pero escoger el material que me acompañaría todo el año me traía muchos quebraderos de cabeza. El orden no es una de mis virtudes y soy profundamente vago, pero con las cosas del colegio era otro rollo. Le echaba la bronca día sí y día también a la subnormal de Paula por pintar sus sueños en mis impolutos libros de Conocimiento del Medio y odiaba dejar lápices a todos esos que los mordían hasta desfigurarlos.

Cada año elegía el tipo de bolígrafo que rellenaría mis cuadernos, siempre el mismo, siempre durante todo el año. Nunca cambiar, ideas fijas, ese chispazo de orden que necesitaba en mi vida. Ponerle la tapa al subrayador tras usarlo, y preocuparme por tener minas en la recámara del estuche, como un yonki del grafito.

Los cursos pasaron y me vi en el Bachillerato, con los huevos peludos y un puto estuche marrón de Eastpack que me había costado diez pavos. Un atentado de tippex hizo que el anterior tuviese que jubilarse. Me iba haciendo mayor, pero seguía aferrándome a mi estuche, a los Stabilo Boss de color naranja, tapa negra y punta ultrafina. Continuaba huyendo de las gomas Milán y los BIC, riéndome de aquellos que podían tomar apuntes con lápices del IKEA.

Seguía cagándome en mis amigos, porque durante largas noches de estudio, Elena y Apraez disfrutaban prostituyendo mis exquisitos apuntes con enormes hojas de marihuana y chorradas psicodélicas. Un cóctel de citas célebres poblaba los márgenes de los libros que aún conservaban a finales de curso. A Selectividad también me acompañaron, ellos y mi estuche.

Creía que me había hecho mayor, pero cuando llegué a la Universidad, me volví a plantar con los jodidos 20 euros en la puerta de la papelería. El primer año solo me compré un clasificador negro, un par de cuadernos y cinco bolígrafos negros. Reciclé portaminas, goma de borrar, lápiz supletorio, minas, subrayadores e incluso un sacapuntas plateado que murió virgen, porque nunca llegué a usar aquel lápiz supletorio.

En segundo de carrera me volví a comprar el mismo clasificador negro, los mismos cuadernos y un par de bolígrafos negros. Mi estuche marrón de Eastpack seguía aguantando todas las tempestades, pero se fue vaciando poco a poco según pasaba el curso. Eso sí, aún conservaba sus pilares, esa goma de Maped que me duró la tira de años, o el sacapuntas plateado, que seguía virgen pero tenía una china pegada.

De repente, lo único que configuraba mi espíritu de estudiante, ese que palidecía cuando había que madrugar demasiado o copiar apuntes durante horas, desapareció. Cuando fui a empezar mi tercer año en la universidad, el estuche marrón había desaparecido. De hecho, sigo sin encontrarlo. Y lo que es peor, llevo todo el curso con un subrayador amarillo desgastado, un BIC negro sin tapa y un bolígrafo de un restaurante segoviano.

Hace meses que no voy a la papelería, porque he dejado de copiar apuntes, de pasarlos a limpio, de subrayar el grueso del texto en amarillo, las claves en naranja y los autores en rosa. Quizá porque he dejado de ser ese niño organizado e ingenuo, o porque he perdido el interés por copiar como un autómata cosas que no me interesan.

Ya no quiero trabajar en una papelería, y ahora no sé a qué quiero dedicarme. Me gustaría seguir siendo un niño, con su estuche y su clasificador dividido por asignaturas, pero ahora en mi mochila hay poco más que fotocopias arrugadas, botellas de agua vacías y hebras de tabaco. Al final me he quedado sin pasado y sin futuro, viviendo de bolígrafos prestados y apuntes ajenos. Lo de estudiar ha empezado a perder su gracia, pero tampoco aparece ninguna opción alternativa en el horizonte.

Cada día soy un poco menos niño, pero también un poco menos adulto. Hoy no tengo ni orden vital ni perspectivas de futuro. He estado agarrándome a mi estuche sin pensar en lo que vendría después, y me aterroriza pensar qué haré dentro de unos años, con un título de papel cebolla y sin esa rutina universitaria, cómoda y asequible, que te organiza ligeramente la vida aunque no te dejes.

Veintiún años. Sin futuro y sin estuche. Creo que la austeridad y el pesimismo están calando hondo en mi cerebro. 

3 comentarios:

  1. Estoy descolocado y asombrado. ¿De dónde has salido? ¿Quién te dio clase de literatura? Por favor si fui yo, miénteme y dime que no.
    Emocionante y tierna descripción de material escolar que revela una magnífica etopeya del narrador a lo largo de su vida. El texto se cierra con un final triste y melancólico bellísimo.
    Gracias por tu texto. Es un placer leerte. ¿No te animas a escribir una novela?

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  2. Ole! Ya tu sabeh lo que yo te admiro Juan Rafael

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  3. Muchísimas gracias Amador!! tus palabras me animan a seguir escribiendo, pero lo de la novela lo dejo para más tarde jajaja

    PD. Gracias a ti también Mazarro, no te pongas celoso!

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