jueves, 16 de junio de 2011

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La vida tiene esa extraña capacidad de sorprenderte en el momento apropiado. Hoy, a mi madre se le ha ocurrido enseñarme una película que grabaron ella y mi padre cuando su espíritu todavía no tenía canas ni arrugas. El filme no pasará a la historia del séptimo arte, pero a mí algo me ha marcado: ver sus sueños de juventud en 8mm. No conocéis a mis padres, pero si les conocierais, os parecerían tan normales como el resto de las personas que te encuentras en el supermercado un jueves cualquiera.

Si conocierais a papá, no se os pasaría por la cabeza pensar que mi padre fue el primer sordo que hizo Selectividad en España. Que viajó a Nueva York y estuvo tres meses vagabundeando sin rumbo y sin dinero. Que ganó un campeonato nacional de ping-pong para sordos y escribió cinco libros. Que hizo millones de fotografías que en su momento rellenaron las descascarilladas paredes de algún centro cultural y las mohosas páginas de alguna revista.

Si conocierais a mamá, no se os pasaría por la cabeza pensar que escribió veinte obras de teatro. Que pintó cientos de cuadros y dejo la Universidad a falta de cinco asignaturas. Que fue  una mujer irreverente, con su pelo corto, su jersey XL y su botellín de cerveza. Que pretendía no perder nunca sus ansias de cambio y se hacía fotos desnuda durante el embarazo. Que siempre se alejó de los dogmas establecidos para encontrar su felicidad particular.

Yo, que creía conocerlos, más que alegrarme por cada cosa nueva que descubro de su pasado, me entristezco. Porque al final cayeron en la rutina en la que caen todas las personas que temen fracasar haciendo lo que realmente les gusta. Espero que no sea genético, que nunca llegue a heredar el único error que realmente temo: el acabar trabajando en una aséptica oficina por pensar que lo que escribo es papel higiénico y lo que fotografío, papel higiénico satinado. 

Sé que es difícil continuar cuando el depósito de la esperanza se queda sin reservas, pero me hubiera gustado estar ahí para empujar a mi padre y a mi madre. Estar ahí para gritarles que no dejaran de hacer aquello que les llenaba. Para rellenar su cerebro de nuevas ideas.  Para advertirles de que la mediocridad esperaba latente el momento adecuado para devorarles. Ahora es tarde, por más que intento reactivar conexiones neuronales, su espíritu joven se echó a dormir hace tiempo y ya no tiene ganas de despertar.

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