sábado, 4 de junio de 2011

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Odio ver cortos, medios, largos. Odio leer panfletos, revistas, libros. Odio las tertulias sobre teatro. Odio las asambleas y cualquier propuesta de debate. Odio al Muy Interesante, a Babelia y al jodido Punset. Odio que en el metro haya putos papeles colgados en los vagones con fragmentos de poemas. Odio cruzarme con la 2 cuando intento hacer zapping entre la 1 y Antena 3. Odio los museos, las salas de exposición y también odio algún graffiti que otro. Odio incluso a esos porros que conllevan cavilaciones. 

En resumen, odio toda esa cultura que me persigue día a día. Y no la odio porque no me guste disfrutarla, la repudio porque me recuerda que mientras muchos están ahí fuera en el mundo haciendo cosas, yo estoy postrado en la cama viéndolas. En serio, odio ser un sedentario de catálogo. Y mira que intento justificarme pensando que mis ideas son una mierda y que moverme no servirá de nada. Incluso a veces escribo textos como este para demostrarle al mundo que tengo algo que decir aunque él se tape los oídos.

Ni siquiera me sirve de justificación el pensar que la mente de la mayoría de la gente que conozco tampoco se mueve. Esos que van al cine todos los sábados a ver engendros audiovisuales con tal de que después vengan tres rondas de cañas, los que leen libros en el cercanías solo cuando su mp3 no tiene batería, los que compran el periódico un jueves cualquiera porque su mujer necesita papel para limpiar las ventanas.

Al fin y al cabo siempre seré un vago y un inútil, porque por mucho que me repita que tengo que leer las columnas de opinión en los periódicos, al final siempre acabo en la página de contactos.

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